27 abril 2009

El color del miedo

La multitud se arremolinaba en derredor del artista, buscando la mejor posición para apreciar la obra. Las manos de Ferrán se movían con tal rapidez que parecían estar repasando contornos preexistentes sobre la tela, como si cada trazo estuviera predestinado a ocupar su sitio.

La niña sentada delante se movió impaciente y desarmó la trenza que colgaba sobre un hombro.

—¡No te muevas! —gritó la madre.

—No se preocupe, señora —intervino el pintor alzando un pincel y señaló su frente—, tengo toda la imagen formada aquí y ya no se escapará. Pronto le acabo su retrato.

Los curiosos vieron asombrados cómo el artista se las ingeniaba para terminar el retrato con lujo de detalles, agregando pequeñeces sutiles de las que el propio parque carecía.Una vez finalizada la pintura la multitud se alejó satisfecha y un hombre alto y robusto se aproximó al pintor por un lado y le susurró palabras directas al oído:

—Señor Ferrán, me impresionó gratamente la demostración de destreza que acabo de ver y me gustaría hacerle una proposición.

El pintor, ocupado en la limpieza de sus manos, respondió sin volverse.

—Diga, le escucho.

—Bien. Mi empleador es un hombre de aguda sensibilidad artística y también de abundante fortuna material, y sería muy de su agrado poder contar con vuestro arte en su galería.

—¿Muy de su agrado? —preguntó Ferrán más interesado, volviéndose.

—Mucho. Además de ser un admirador muy sensible del arte es una persona muy generosa, y recompensará muy bien sus servicios.

El pintor sonrió y repasó con un brazo todos los retratos y paisajes que disponía a su alrededor.

—Acepto. ¿Cuál de mis cuadros le agrada más a la sensibilidad de su empleador?

—Ninguno de estos, señor Ferrán. Mi empleador desea una obra nueva, nunca antes vista por otros ojos que no fueran los suyos... y los vuestros, por supuesto. Éstas, sin desmerecerlas, puede bien venderlas aquí. La que yo le pido sólo puede ser creada en la residencia de mi empleador —el hombre extrajo una tarjeta del bolsillo de su saco—. Tenga. Aquí está la dirección. Venga mañana a las dieciocho horas con todas sus herramientas, que le estaré aguardando.

Ferrán examinó la tarjeta. Decía: Damon Ostov, Agregado Cultural, Consulado de Rumania.

Con un incisivo presentimiento alzó la vista y buscó a su interlocutor, pero ya no lo pudo hallar.


La dirección pertenecía a una residencia imponente ubicada al norte de la ciudad, no muy lejos, así que al día siguiente Ferrán viajó en taxi desde el propio parque. Al llegar, el señor Ostov salió a su encuentro, saludándole. El pintor estrechó la mano tendida e ingresaron a un salón frío, con paredes de mármol y techo abovedado con cristales decorados. Siguieron avanzando y penetraron en un despacho también amplio.

—Póngase cómodo—invitó Damon—. Mi empleador, el cónsul Nathan Dominiescu, llegará pronto
—Ferrán tomó asiento—. Él me dijo que le ofreciera cien mil euros por la obra —agregó sin inmutarse—. ¿Le resulta una cifra convincente?

Ferrán sintió que la garganta se le hacía un nudo. ¡Cien mil! ¡Y por apenas unas horas de trabajo! No lo podía creer.

—Sí... Es más que suficiente.

Ostov afirmó con la cabeza y acomodó unos papeles.

Transcurrieron largos minutos en silencio y al cabo, como oyendo algún sonido imperceptible, Ostov agregó—: El cónsul acaba de arribar. Venga. Lo conduciré al Salón de Pintura.

Se acercaron a un gran portal y Ostov se detuvo.

—Debo hacerle una recomendación, señor Ferrán —le dijo—. El cónsul es un hombre muy apasionado y siempre gusta de montar una pequeña escena para que el pintor se motive y cree su obra, así que no se sorprenda si ve ciertas cosas un poco... ¿Cómo decirlo? Excéntricas. Eso es. Usted limítese a observar y, cuando lo crea oportuno, libere toda su destreza artística.

Ferrán no respondió. Todo el asunto se estaba poniendo un poco espeso, pero recordó el dinero y tragó saliva.

—Tómese todo el tiempo que sea necesario, señor Ferrán —agregó—, pero por nada, y en esto tengo que ser estricto, por nada abandone su obra antes de acabarla. Recuerde que sólo presenciará una escena teatralizada.

Ferrán asintió y se aseguró mentalmente que éste sería el cuadro más expeditivo de toda su carrera.

Ostov abrió una pesada hoja de madera y le permitió ingresar, cerrándola luego tras él. Ferrán sintió que una oleada de aire frío lo envolvía. El lugar era amplio y estaba en penumbras y los plateados rayos lunares atravesaban los ventanales del fondo. Entre ellos existía otro portón y por delante dos largas cortinas blancas se mecían con las intermitentes ráfagas de viento nocturno. Parecían fantasmas, fantasmas lánguidos y furtivos, se dijo preocupado Ferrán.

Al frente notó un tenue cono de luz proyectado desde un ángulo del salón. Debajo de él preparó el atril, colocó un lienzo nuevo y preparó los óleos sobre la paleta. Estoy listo, pensó mirando con incertidumbre.


En ese instante las ráfagas agitaron las cortinas con violencia y dos jóvenes vestidas con túnicas blancas aparecieron y se detuvieron frente a los ventanales. Una morena y otra rubia, ambas con cabellos largos y lacios. Sus rostros parecían adormilados, relajados.La garganta se le secó.

Las túnicas cayeron al suelo descubriendo dos exquisitos cuerpos desnudos. Inmediatamente un trueno se escuchó en el salón, proveniente de algún dispositivo disimulado, e ingresó un imponente hombre semidesnudo. Su cabellera abundante y ondulada caía sobre sus hombros y pechos poderosos. Era sin dudas el cónsul Nathan Dominiescu y su presencia atractiva impresionó a Ferrán haciéndolo temblar.

Sus manos se dirigieron hacia la morena, repasando el cuerpo desnudo sin rozarla. La otra joven se aproximó por detrás y abrió su boca, como intentando morder la espalda del cónsul. Éste simuló sufrir y se arqueó hacia atrás, a la vez que aferraba uno de los firmes senos de la morena y sujetaba con fuerza su cabellera negra.

Ahora, se dijo Ferrán y comenzó a soltar los trazos sobre la tela. Esa escena disparaba imágenes vivas en su mente y se dejó llevar por lo que la lascivia de la situación le sugería.

Una pierna desnuda rodeó a Dominiescu a la altura de la cadera y él se inclinó para morderla. Gruesas líneas de sangre brotaron debajo sobre la piel joven y cayeron al suelo como un torrente cálido, creando un charco que pronto fue hollado por los tres cuerpos sudorosos y extasiados.

Ferrán, presa de un impulso incontenible, soltaba trazos sobre la tela con una precisión absoluta, plasmando fielmente los regueros de sangre y el entrecruzamiento de los cuerpos, como en un baile exótico. Sentía que enloquecía pero era presa de una fiebre hipnotizante, un ensueño que le impedía detenerse y juzgar la situación como real o ficticia.

El cónsul lamió con avidez el cuerpo ensangrentado y se volvió de inmediato a su primera presa con expresión de locura en el rostro. Las mandíbulas brillaron bajo la luz de la luna y se precipitaron bruscamente sobre un cuello frágil y juvenil, desgarrando a su presa como un animal hambriento. La morena se deslizó rápidamente hacia el suelo y el cónsul y la otra joven, con las mandíbulas desencajadas y los cuerpos cubiertos de sangre, se arrojaron encima para morder y desgarrar; para masticar y tragar como bestias en un paroxismo de hambre y lujuria.

La víctima profirió un quejido apagado que Ferrán comprendió horrorizado. Algo no estaba bien. Aquello superaba los ámbitos de lo ficcional. Quiso detenerse, correr hacia la puerta y buscar las llaves de la luz, pero sus músculos no reaccionaron. Sus manos estaban encantadas, eran esclavas del cuadro y no descansarían hasta acabarlo.

Se vio a sí mismo atrapado por la escena, dibujando figuras superpuestas, ensangrentadas, voraces, manchando la tela con pintura roja por todas partes hasta que no restó lugar sin cubrir, hasta que todo fue una gran mancha sangrienta que goteaba fuera del cuadro y teñía sus pantalones y zapatos...


—¿Se siente bien, señor Ferrán? —preguntó una profunda voz de barítono.

El pintor, desorientado, tardó en reconocer los rasgos agudos del cónsul Nathan Dominiescu, parado delante suyo, vestido con una camisa negra y extendiéndole una mano. Sólo entonces descubrió que estaba recostado sobre el suelo frío del salón de pintura y que todas las luces artificiales estaban encendidas, inundando con claridad tranquilizadora el sitio que momentos atrás fuera escenario de alucinatorias visiones. Ferrán aceptó la mano tendida y se reincorporó.

—Disculpe, señor Dominiescu —balbuceó—, no sé qué me ocurrió.

—El que debe pedir disculpas soy yo —dijo el cónsul—. A veces me extralimito con el realismo de la representación. Ya sabe, soy un amante del arte en todas sus expresiones, aunque debo declarar una inclinación particular por la pintura.

“Y también debo decirle que estoy sumamente complacido por su creación —agregó el cónsul señalando el atril con la pintura aún fresca.

Ferrán se adelantó sobrecogido y reconoció sus pinceladas. La escena era magnífica: Tres cuerpos desnudos y sudorosos envueltos en una danza pasional de roces sutiles, iluminados por relampagueantes haces de luz plateada mientras las cortinas fantasmales se retorcían a su alrededor. No había sangre allí, ni siquiera un atisbo de violencia en los rostros. Era una obra desconcertantemente maravillosa.

—Me halaga que le guste —dijo algo inseguro.

—No sólo me gusta, sino que lo colocaré ahora mismo en la galería. Y por supuesto, le pagaré lo convenido.

“Venga. Mi oficina está en el otro extremo de la galería y deberemos atravesarla. Ambos avanzaron con la pintura a lo largo de extensos corredores que se interconectaban, formando lo que en la cabeza de Ferrán sólo podía representarse como un interminable laberinto. La iluminación lúgubre y la constante presencia de los cuadros imperturbables, infinitos, le daban la sensación asfixiante de encontrarse atrapado.

—Éste de aquí es un Berni —exclamó el cónsul buscando admiración en los ojos del pintor—. Suelo hacer viajes a Sudamérica y me gusta obtener lo mejor de cada lugar.

Ferrán asintió en silencio, demasiado oprimido. Sus ojos apenas podían acostumbrarse a la escasa luz difusa y todos los cuadros le parecían el mismo: El cónsul y una doncella vestidos con ropas muy antiguas, tomando el té en finísimas tazas de porcelana; el cónsul y unos amigos vistiendo tiradores y sombreros de ala oscuros y al fondo una joven mesera, dejando entrever una delicada pierna desnuda. Siempre encontraba jóvenes mujeres en los cuadros; era como un amuleto o una cábala, imposible de obviar.

—Muchos de estos artistas —continuó el cónsul— vieron florecer sus carreras a partir de los trabajos que realizaron para mí.

“Modestamente me considero un descubridor de talentos. Éste de aquí es un claro ejemplo —el cuadro señalado mostraba una sucesión de objetos ligeramente geométricos, algo trastocados, dispuestos fuera de lugar buscando un propósito definido. Reconoció de inmediato la técnica—. Es de Pablo Picasso, por supuesto —aclaró el cónsul sonriente—. Ese muchacho se puede decir que descubrió el cubismo en sus venas a partir de esta obra.

—Pero eso fue hace muchos años —observó Ferrán notando de pronto que todo parecía estar fuera de lugar—. ¿Cómo es posible? Usted no parece...

—Hace muchos años —admitió con voz grave—. Es verdad.

No agregó nada más, sino que apretó el paso, como contrariado. El pintor se apresuró a seguirle y finalmente arribaron a un recodo donde las paredes aparecían desnudas.

—Su cuadro inaugurará este sector —dijo el cónsul y colgó la pintura. Luego ambos retrocedieron unos pasos y admiraron la obra bañada por la luz difusa. Encajaba a la perfección con el resto de la colección. Tenía forma y un cierto aire de movimiento.

—Puedo sentir la fuerza que emana —dijo con apasionamiento el cónsul.

—Como si tuviera vida —se vio diciendo Ferrán, absorto.

El cónsul sonrió.

—Ciertamente está vivo —dijo—. Es exactamente lo que esperaba de usted. Una gran Obra Viva. Vea esos trazos, vea ese juego de luces que aparentan movimiento.

El pintor aceptó el reto y observó con detenimiento. Los contornos se esfumaban, parecían indefinidos, las figuras cambiaban sutilmente de posición, movían las cabezas, sonreían mostrando amplias hileras de dientes agudos y babeantes. Miraban a Ferrán.

—¡Por Dios! —exclamó apartando la mirada. Luego, al retornar la vista comprendió que nada había ocurrido realmente. Las figuras continuaban allí, en su posición original.

—Increíble, ¿no? —dijo el cónsul—. Ya ve por qué pago lo que pago. Poca gente es capaz de capturar la vida en un cuadro.

Ferrán enmudeció.

Continuaron caminado y arribaron a una sala amplia.

—Le pagaré ahora —anunció el cónsul. Se alejó hacia un rincón y retornó portando un maletín—. Aquí tiene los cien mil acordados —Ferrán miró en su interior y tragó saliva—. Le invitaría a contarlos pero es muy tarde y seguramente estará deseoso de retornar a su hogar —Ferrán miró su reloj y sintió una leve preocupación. Faltaban quince minutos para la medianoche—. Pero por supuesto puede quedarse y descansar. Hay muchas habitaciones para huéspedes.

Ferrán sintió que le atenazaban la garganta y por un momento pensó que jamás saldría de esa casa. Debía irse.

—Espero no lo tome usted a mal —se disculpó torpemente—, pero preferiría regresar a mi casa... Seguramente hallaré algún taxi...

Una sombra cruzó los ojos oscuros del cónsul y su rostro pareció tensarse. No le gustó esa mirada, había algo de criminal en ella. El corazón le palpitó con fuerza y el nudo en su garganta se intensificó.

—Faltaba más —dijo finalmente Dominiescu—. Tengo coches de sobra listos para llevarle, señor Ferrán. Avisaré al señor Ostov para que le espere en el recibidor con sus herramientas y un vehículo preparado. Es lo menos que puedo hacer por usted cuando usted ha hecho tanto por mí... Un cuadro vivo, Ferrán, palpitante.

Ferrán comenzó a sudar. La voz de ultratumba era amenazante. Titubeó y dio un paso atrás, aferrando fuerte el maletín con el dinero.

—Buenas noches, entonces —agregó el cónsul con una sonrisa creciente, pero el pintor ya no estaba allí para apreciarla, sino que se alejaba a paso veloz a través de los pasillos simétricos, idénticos.

Tranquilo, se dijo, no estás huyendo, sólo caminando hacia el recibidor, tranquilo. Pero a medida que avanzaba la sensación de estar recorriendo siempre el mismo corredor se agigantaba. El laberinto se retorcía y bifurcaba infinitamente y en su cabeza los cuadros se repetían y se movían. Temió mirarlos pero a medida que transcurrían los minutos y le dominaba la desesperación comprendió que ellos eran la única salida posible. Debía guiarse por ellos.



Prestó atención a las figuras, a las ropas; siempre había una doncella sonriendo, desnudándose, gritando. ¡Dios mío! Había escenas completas representadas allí, el movimiento era real. Apresuró el paso aún más y se detuvo en seco frente a su propia pintura. ¡Estaba regresando a la oficina del cónsul! Memorizó el pasillo y, sin resistir a la tentación, ojeó su cuadro. Las imágenes danzaban realmente. El cónsul se doblaba sobre su víctima y mordía la piel suave. Gruesos torrentes de sangre se derramaban sobre el cuerpo devorado; la imagen se teñía de rojo y goteaba fuera, sobre el suelo del corredor. La vida allí encerrada palpitaba hambrienta, reclamando escapar y destruir al artista que la había capturado.

Corrió con desesperación, buscando en las pinturas escenas familiares que le orientasen, pero los cuadros cambiaban constantemente y las doncellas sonreían y se masturbaban frente a sus ojos, mostrándoles cuatro filosos colmillos dispuestos a desgarrar su carne.

¡Dios mío! ¡Estoy enloqueciendo! La mente de Ferrán era un torbellino incansable, un borrón de imágenes coloridas, un rumor de gritos y sonidos aterradores. Necesitaba aire.

Y de pronto vio las formas geométricas, vivas y latentes pero geométricas al fin. Recordó. No estaba muy lejos. Cubismo. Debía doblar a la izquierda, luego a la derecha y seguir hasta el final... Y como si todo no fuera más que una rueda imposible, se encontró otra vez frente a su pintura y cayó de rodillas, vencido.

Cerró los ojos temiendo lo peor, pero cuando los abrió su pintura no latía ni se movía, estaba quieta y no había sangre. Miró a un lado y descubrió que había arribado al recibidor y que el señor Ostov lo aguardaba, observándolo con preocupación. Ferrán se puso de pie y notó, para su desconcierto, que su pintura era la primera de la galería y no la última, que el laberinto comenzaba y acababa en el mismo lugar.

—¿Se siente bien, señor Ferrán? —preguntó Ostov acercándose.

El pintor, temblando, trató de devolverle una sonrisa.

—Su coche le espera.

Ferrán le dio las gracias. Una vez fuera se sintió mejor.

Ostov colocó sus herramientas en el baúl y le despidió con una leve inclinación de la cabeza. En su mirada creyó hallar un brillo especial, casi divertido, pero se sacudió pronto esa idea. Era sugestión, se dijo, todo fue una gran ilusión inducida por la mirada profunda del cónsul. Sólo eso.

El coche se alejó y el viento fresco aclaró su mente. Se sentía bien ahora.

—Hemos llegado —anunció el cochero y se volvió—. El cónsul me pidió que le dijera que, cuando usted lo crea conveniente, puede regresar a su residencia, que le agradaría poseer más obras de su autoría. No tiene más que llamar y yo le pasaría a buscar de inmediato.

Ferrán saludó y se apeó del vehículo.

—Dígale que le agradezco su oferta. Y que lo tendré siempre presente.

Se alejó hacia su casa repitiéndose mentalmente la respuesta. La tendría siempre presente. Por siempre.

Claudio Amodeo, abril 2007 - Relato seleccionado en el Concurso Homenaje a Polidori

14 abril 2009

¿Escritor profesional? Nah... ¿Sí? ¡Sí! ¡En serio!

¿Cuándo uno deja de ser un aficionado para convertirse en escritor profesional?

Posibles respuestas:

a_ Cuando la afición se convierte en profesión y, por lo tanto, en trabajo.

Toco madera.

b_ Cuando uno recibe pago en monetario por un relato publicado.

Sólo ha ocurrido con mi cuento Crónica de la masacre, publicado en la antología Desde el taller.


c_ Cuando uno recibe pago en especie por un relato publicado.
Ha ocurrido varias veces, gracias a Dios, y espero continúe sucediendo.

d_ Cuando uno es publicado por una editorial comercial.
Con Grupo Ajec, en Un portal de palabras II, esto se materializa.

Y por último:
e_ Cuando uno es pirateado ¡Sí, pirateado!
Y a esto quería arribar. ¡Me han pirateado! Y nada menos que La muerte interior, que ya estaba disponible en Axxón libremente y que es mi cuento más renombrado (tendré que ver qué es lo que lo hace tan especial). La gente de 4shared lo distribuye ilegalmente en su sitio y no tengo intenciones de quejarme. En absoluto. No estoy a favor de la piratería pero considero que, al menos en literatura, la digitalización de libros y la copia ilegal pueden contribuir a multiplicar las ventas en papel. No, no estoy loco y ni siquiera es nuevo lo que digo. Muchos autores han publicado capítulos enteros de sus novelas en la web y lo han conseguido. La respuesta es sencilla: aún no es tan simple leer un libro desde la pantalla de la PC para el común de los mortales. No han proliferado demasiado los readers y la gente aún prefiere el papel a la pantalla digital.

Pero, más allá de este pequeño comentario, lo dicho. ¡Me han pirateado! Y mi relato está ubicado entre autores como Aldiss y Poul Anderson...