16 junio 2009

Equilibrio

Me arrastró a empujones por las calles oscuras clavándome de tanto en tanto el metal del arma entre las costillas. Llegamos a un edificio en refacción y me obligó a ingresar por una abertura practicada en las chapas que cubrían la fachada. Me indicó que me sentara en un rincón mientras él se recostaba sobre una columna roída por el olvido y sacaba un cigarrillo con la mano que tenía libre.
—¿Por qué lo hiciste? —me interrogó, encendiendo el cigarrillo, entre bocanadas de humo.
—Es una historia muy larga —respondí con calma. Creí que ello lo enfurecería pero me equivoqué. Me miró apretando los párpados como si no me distinguiera bien y dejó descansar la mano con el arma sobre la rodilla alzada.
—Tenemos tiempo. No quiero matarte sin saber que estoy en lo correcto.
No sentí temor alguno a sus amenazas, había alcanzado un control de mi mente tal que ya nada me desconcertaba. Era capaz de vivir los tormentos más terribles o probar las delicias más exquisitas sin siquiera evidenciar signo alguno de desasosiego.
—No es algo que puedas comprender. No entenderías mis razones porque no has vivido lo que yo. Termina ya con esto.
—Eso lo decidiré yo.
Pensé negarme hasta el cansancio, hasta hacerle perder la paciencia y así hallar el final de un golpe certero, pero hubo algo en el ambiente, en la situación, tal vez en la elocuencia de su personalidad, que me decía que podía ser interesante dejar un testimonio del Equilibrio.
Comencé mi relato hablando con una naturalidad pasmosa, no es que quisiera impresionarlo, no lo necesitaba, se debía a esa paz interior y tranquilidad de conciencia de las que me había dotado el Equilibrio durante largos años de búsqueda y hallazgo de respuestas.
Le hablé de mi niñez como si estuviera hablando conmigo mismo, como si me estuviera escrutando en un espejo haciendo una retrospección de mi vida:
—De pequeño era como todos los demás, travieso, alborotado, temeroso; pero con el tiempo me fui distinguiendo por mis cualidades especiales. Podía leer las palabras de los labios de mis compañeros momentos antes que las pronunciaran, con lo que les imitaba a la perfección al unísono hasta hacerlos rabiar, primero, y temer, después. Me aislaban de los grupos de trabajo porque creían que podía causarles algún daño, pero yo no me ofuscaba por ello. Sabía que mi naturaleza no era similar a la suya. Había algo distinto en mí y eso prevalecería sobre sus desaires.
Asintió suavemente con su cabeza y me hizo un gesto con la mano armada para que continuara.
—Más adelante, en la adolescencia, las voces vinieron a mí para auxiliarme en la etapa más difícil de mi búsqueda personal. Ellas me calmaban con palabras de alivio y me enseñaban la verdad sobre el Equilibrio Universal. Me decían que debía entregar mi vida al Equilibrio porque había nacido para ello. Como existen personas con talentos para la música o la literatura, también existimos nosotros, los Ecuánimes, que fuimos concebidos para sostener y componer la danza eterna del orden y el caos. Nuestra tarea es crear, transformar, destruir para mantener un equilibrio asimétrico y perfecto en el orbe. Como el mundo esta plagado de acciones ruines, nuestra tarea suele pasar por benefactora, pero no siempre es así. En ocasiones debemos contrarrestar grandes muestras de caridad o austeridad desatando sobre la humanidad plagas y desastres porque amenazan con descomponer el orden.
—¿Y por eso colocaste la bomba? —su mirada estaba ausente de emociones. Me intrigaba su calma.
—La bomba es un pequeño ajuste en un mundo tan vasto. Veinte individuos son un sacrificio más que aceptable por la expiación de aquel héroe que salvó a Mariela Gómez. Así funciona. Tanto es pecado el mal que hacemos como el que evitamos. Porque no permitimos el desahogo del caos, porque queremos romper la cadena. No entendemos que no podemos pasarnos todos de un solo lado del bote porque zozobrará. Aquí debemos intervenir nosotros. Siempre dispuestos, siempre atentos a las necesidades que surgen a diario. Somos esclavos y verdugos de la humanidad. Nuestras vidas están dedicadas a cumplir nuestra misión.
Me miraba atento, casi sin pestañear. No había en su rostro atisbo de ironía o incredulidad. Su mente me era inaccesible.
—¿Y qué sucedería si dos Ecuánimes realizan la misma expiación?
Su pregunta me anonadó. No creí que comprendiera mis palabras porque la Verdad no es alcanzable por cualquier mortal. Siempre produce rechazo y negación.
—Cuando eso ocurre... —dije— siempre existe algún otro Ecuánime que ponga en orden las cosas. Es una rueda imperfecta que jamás termina de rodar y que siempre está en movimiento...
Me detuve porque comprendí que ambos estábamos recitando las mismas palabras al unísono. Me miró con una media sonrisa en su rostro. Tiró el cigarrillo consumido al piso y lo apagó con el zapato.
—Estuve a tres cuadras del edificio que tú destruiste, cazando víctimas en un refugio, segando vidas para compensar la salvación de Mariela. Como verás, yo también soy un Ecuánime. Cobré ocho vidas en el transcurso de la noche, hasta que escuché el estruendo de tu bomba. Te vi observando la escena con complacencia y me di cuenta inmediatamente de tu error.
Intenté defenderme pero no logré expresar una frase coherente. Los voces no solían fallar, pero yo tal vez hubiese cometido un error. Es una línea muy delgada y delicada entre el sueño y la vigilia en la que se expresa la voluntad de las voces.
—Ahora sólo me resta matarte —añadió él empuñando nuevamente el arma— y tal vez deba hacer unos cuatro o cinco días de ayuno para enmendar tu error.
Elevó el arma y la apuntó a mi cabeza. Vi el movimiento seguro de su dedo sobre el gatillo. Jamás alcancé a oír el estampido.


© Claudio Alejandro Amodeo
"Equilibrio" fue finalista
en el I Certamen Literario Revista Axolotl, en la categoría cuento.