De lo que me publicaron en web y antologías tengo algunos relatos que me siguen gustando cada vez que los releo y considero justo rescatarlos del paso del tiempo y del olvido, acaso el peor de los finales para un cuento. Por eso los iré republicando aquí (y siempre añadiré algún que otro inédito, que tengo a montones) periódicamente, dosificándolos en su justa medida.
En primer lugar les dejo uno que debería moverles algo dentro. Si no lo hace, ¡atenti!, hay que hacerse ver por un especialista...
Esa desgraciada se pasea otra vez. Grrrr. No veo el momento oportuno de hacerla mía. Encima con esas falditas cortas que... ¡Ah! No quiero ni pensarlo. Clavar mis caninos en su cuello, en sus pechos... ¡Basta! Hoy pongo fin a mi sufrimiento.
Salgo de mi escondrijo, detrás de los arbustos, y corro por el atajo que tan bien conozco de tantas tardes de asqueroso voyeurismo. Allí, del otro lado del bosque, me asomo cuidadosamente al sendero y la veo en el horizonte, avanzando con delicadeza como si flotara sobre las hojas otoñales. Me excito con mi propio plan pero me refreno pensando en lo por venir. Me acerco a la puerta de la casa alpina y golpeo con mis hermosas y afiladas garras. La vieja se acerca con su paso cansado. ¡ay, pobrecita! Se me cae la baba de solo pensarlo. Ella abre y no alcanza a gritar al verme, y la empujo para adentro y cierro la puerta. Su cuerpo frágil no opone ninguna resistencia y la maniato y amordazo con los propios vestidos que estaba tejiendo. La coloco dentro de un armario y la vieja se desmaya. Mejor, así no hace ruido.
Me apuro, que ya casi no queda tiempo. Escucho pasos afuera. Me arrojo en la cama tibia de la vieja y me cubro totalmente con las cobijas. La puerta rechina al abrirse y el corazón me salta de excitación.
—¡Abu! ¿Estás?
Silencio, no debo ni respirar. Más pasos. Ya viene.
—Te traje unas empanadas... Te las dejo sobre la mesa...
Vio la luz. Sí, la vio. Vendrá. Lo sé.
Los pasos se hacen mas fuertes.
—¿Estás en el dormitorio?
¡Si! Quiero rugir pero me contengo. Imito una tos débil. Por un resquicio entre las cobijas la veo entrar. ¡Es tan linda! Se acerca a la cama y se sienta a un costado, junto a una de mis garras.
—¿Qué pasa, abu, te sentís bien?
Posa una mano tierna sobre la tela que cubre mi frente. Me siento bañado de sudor y la excitación ya se hace evidente. Debo estar ardiendo de temperatura.
—Estás caliente, abu. —No sabés cuánto—. Voy a llamar al médico.
—Estás caliente, abu. —No sabés cuánto—. Voy a llamar al médico.
Amenaza con alejarse. Rápido, saco una garra y la sostengo por la muñeca. Ella me ve y abre la boca pero no puede gritar. Está paralizada por el pánico. Lo sé. A veces produzco ese efecto en las mujeres. Me quito de encima todas las cobijas de un salto y me arrojo con brusquedad sobre ella. La faldita se corre sola y descubre unas caderas sabrosas. Urgente, con una garra tapo su boca y con la otra le desgarro la bombacha color rosa. No se puede defender. Estoy ahí, en las fronteras del placer, en el límite animal del deseo, a punto de dar un paso adelante y... Clic. Algo detona en mi cabeza. No puedo moverme. La pequeña está todavía allí, mirándome con horror y sin poder gritar ni apartarse, pero yo no me puedo mover. ¡Maldición! ¿Qué me pasa? ¡Vamos!
La puerta de entrada se desploma con un golpe atronador pero no puedo girar la cabeza para ver. Estoy paralizado. Alguien se acerca con paso pesado.
—¡Maldito robot degenerado! —me grita, y reconozco esa voz—. Esta vez fuiste demasiado lejos.
¡Irás derecho al desguace!
El técnico se pone a mi lado y puedo verlo por el rabillo del ojo, sosteniendo un control remoto negro, el mío. Esta rojo de furia. Extrae unas pinzas de una caja de herramientas, las acerca a mi espalda y comienza a desconectar mi centro nervioso. La chica reacciona y se suelta de mis garras. Salta de la cama llorando a la vez que alguien encuentra a la vieja encerrada en el armario. ¡Maldito técnico!
El deseo se desvanece a medida que me extraen los paneles de razonamiento. ¡Esperen! ¡Me portaré bien! Mi visión se nubla. ¡No sigan! Yo no tengo la culpa. Es esa pequeña desgraciada que me enfermó los circuitos...
¿Alguien apagó la luz?
(Publicado originalmente en Axxón 149, en abril de 2005)