Por las mañanas, al llevar a mi hija mayor a la escuela, la mirada del niño se apodera de mí. No es una mirada cien por ciento infantil, porque ahora el niño ha crecido y posee un bagaje que dota a la escena de un valor distinto al que un chico puede otorgarle. Pero se trata de una mirada válida, genuina. El niño recuerda y se regocija en las cosas que le agradan. Piensa que ahora nada podría molestarle de aquello que le detestaba cuando tenía que ir a la escuela, porque revivirlo sería tener una nueva oportunidad, un viaje de vuelta a la infancia, a su casa. Pero, lamentablemente, esto nunca es real, nunca llega. Es un anhelo, una fantasía. Al menos hasta ahora.
La mirada del niño me conmueve. Me hace sentir vivo, me gobierna. Entonces sonrío, y sueño.
Mientras un grupito de niños iza la bandera en la puerta de la escuela -la bandera "de afuera"-, permanezco de pie, firme, sonriendo, valorando como nunca antes este acto tan simple y tan relevante a la vez. Izar la bandera es un honor que sólo los estudiantes de escuela primaria pueden vivir -al menos en esta condición civil-. Y sin embargo nunca antes me detuve a pensarlo. Debió llegar el tiempo en que mi hija tuviera edad escolar para que la revelación se mostrara: hay cosas, situaciones, sensaciones, que sólo se pueden vivir siendo niños. Cuando uno es grande, ya es tarde. Por eso, la fantasía del viaje de vuelta está allí, y permanece.
Esta mañana, el comentario fascinado fue "¡Bian, mirá qué grande que está la Luna hoy! ¡Desde ahí, algún chico está mirando para acá!", comentario que seguramente pasará inadvertido en la mente de mi hija, pero que quedará siempre vigente en la mía. Y es que la Luna se mostraba fantástica esta mañana, prometedora, como si presagiara que esta vez sí ocurriría algo impensado, algo mágico. Parecía que bastaba con observarla durante un tiempo para que los cielos se abrieran y el milagro descendiera. Y entonces sería niño otra vez, y correría y saltaría y gritaría y me ensuciaría con la absoluta libertad que sólo le es permitida a los niños. Y como si fuera poco, el hecho ya no pasaría desapercibido, sabría valorarlo y lo disfrutaría el doble.
Parecía tan cercano... Sólo tenía que alzar una mano... y tocarla.
La magia sigue allí, en el aire, esperando. Y algún día sabré cómo, conoceré el secreto, y entonces, simplemente, ocurrirá.
La mirada del niño me conmueve. Me hace sentir vivo, me gobierna. Entonces sonrío, y sueño.
Mientras un grupito de niños iza la bandera en la puerta de la escuela -la bandera "de afuera"-, permanezco de pie, firme, sonriendo, valorando como nunca antes este acto tan simple y tan relevante a la vez. Izar la bandera es un honor que sólo los estudiantes de escuela primaria pueden vivir -al menos en esta condición civil-. Y sin embargo nunca antes me detuve a pensarlo. Debió llegar el tiempo en que mi hija tuviera edad escolar para que la revelación se mostrara: hay cosas, situaciones, sensaciones, que sólo se pueden vivir siendo niños. Cuando uno es grande, ya es tarde. Por eso, la fantasía del viaje de vuelta está allí, y permanece.
Esta mañana, el comentario fascinado fue "¡Bian, mirá qué grande que está la Luna hoy! ¡Desde ahí, algún chico está mirando para acá!", comentario que seguramente pasará inadvertido en la mente de mi hija, pero que quedará siempre vigente en la mía. Y es que la Luna se mostraba fantástica esta mañana, prometedora, como si presagiara que esta vez sí ocurriría algo impensado, algo mágico. Parecía que bastaba con observarla durante un tiempo para que los cielos se abrieran y el milagro descendiera. Y entonces sería niño otra vez, y correría y saltaría y gritaría y me ensuciaría con la absoluta libertad que sólo le es permitida a los niños. Y como si fuera poco, el hecho ya no pasaría desapercibido, sabría valorarlo y lo disfrutaría el doble.
Parecía tan cercano... Sólo tenía que alzar una mano... y tocarla.
La magia sigue allí, en el aire, esperando. Y algún día sabré cómo, conoceré el secreto, y entonces, simplemente, ocurrirá.