26 abril 2013

El placer de escribir

A raíz de la lectura de dos de las antologías más destacadas de los últimos años, en cuanto a literatura fantástica se refiere (Terra Nova, de Echeverría, Liu, Mota, Chiang, Watson, Conde, etc y El Círculo de Jericó, de César Mallorquí) siento la necesidad de reflexionar acerca del placer que brinda la literatura como arte, pero no sólo del placer de leer, como estamos habituados a escuchar, sino también del placer de escribir, de esa maravillosa sensación que embarga al escritor antes, durante y después de haber creado exactamente ese desvelo que rondaba su cabeza y parecía -y era- una idea genial.



Concretamente, me refiero a lo que se siente luego de haber acabado obras maestras, como El Rebaño (Mallorquí), piezas delicadas, como El Zoo de Papel (Liu), narraciones maravillosas y ricas en ideas, como Memoria (Echeverría), engranajes armoniosamente colocados, como La pared de Hielo y Materia Oscura (nuevamente Mallorquí). Es innegable que el escritor goza mientras escribe, se nota en la traza segura y en la letra prolija, y es también innegable que sufre. Pero es un sufrimiento distinto, un sufrimiento deseado. Suda y se afana por continuar. Roba horas al sueño, a los compromisos, a los seres queridos. No puede, ni debe, abandonar la tarea porque la criatura le reclama atención, le exige que le dé forma y la defina antes que la chispa de la creación cese y se nuble nuevamente el horizonte; antes que la idea genial pierda su genialidad, su encanto y sus detalles, y afloren las aristas y las asperezas. Toda historia es concebida siempre con una mirada optimista, pero la mayoría palidece cuando se plasma en el papel. Éstas a la que hago referencia no, y eso resulta maravilloso; éstas continúan resplandeciendo por sí mismas mientras son creadas, y por lo tanto, brindan placer.



Un par de humildes ejemplos míos pueden ser La Imposible Mujer Menguante y Todos Aman a Gupta (ojalá algún día puedan leerlos), estos relatos nacieron como ideas que me avasallaban y que me obligaban a escribir sin detenerme; parecía que nunca se dejarían ver por completo y era necesario que las fuera descubriendo de a tramos. Y mientras lo hacía, sabía que eran buenas historias, sabía que cuando les acabara dando forma tendrían la fuerza propia suficiente para abrirse camino en el mundo editorial y llegar lejos (Visiones 2008 y finalista del Avalón 2012). Allí estaban naciendo dos de mis más queridos cuentos y lo hacían a paso veloz, sin detenerse.

El proceso de creación es maravilloso en sí mismo. Parte de la semejanza con el Creador que se nos atribuye a los hombres debe referirse al placer que se siente mientras uno tiene las manos manchadas de arcilla y va dándole forma a su propia vasija. Sabemos lo que queremos hacer y sabemos que cuanto antes esté realizado, mejor, pero ¡cuán hermoso es crearlo!, ¡cuán hermoso es darle vida!, y a la vez, por qué no, qué gratificante resulta por unos minutos sentirse Dios...

Mi otra faceta, la laboral, también está enfocada a la creación. Soy Analista Programador y todo el tiempo estoy utilizando mis herramientas y mis recursos (ciertamente mucho más finitos que los literarios) para moldear nuevos y eficaces programas de computadora. Es una actividad gratificante, en su medida, pero también costosa. Y el costo es el sufrimiento, los dolores de parto, los esfuerzos. Así como en la literatura, crear un programa duele. Porque se busca el horizonte y se camina, pero también se tropieza. Hay escollos enormes en la programación, a veces representados por personas de carne y hueso que interfieren en el camino con su burocracia y su falta de colaboración, pero normalmente los escollos se superan y la energía se canaliza para alcanzar el objetivo. Y así también, como con las obras literarias comentadas, la creación, la nueva pieza de este inacabable mundo informático, toma su forma definitiva y vive. Es entonces cuando la energía contenida se libera y se produce esa descarga placentera, ese orgasmo intelectual que le permite a uno bajar a la tierra y buscar un nuevo horizonte.

Regresando a la literatura, cada relato tiene su forma. Su extensión, ideas y personajes. Cada cuento vive su vida y es un individuo, pero también forma parte de un todo mayor, de una obra de vida superior. Dicen que cada creador se ve reflejado en su obra, y eso debe ser cierto, ya que la que trasciende es la obra y no el autor. El escritor busca insertar -insertarse- en el cuento detalles propios, íntimos, ideas, personalidades, busca trasladarse a sí mismo dentro de la historia, casi como un juego, colocando piezas aquí y allá para que el lector inteligente las descubra, y lo hace porque quiere, de alguna manera, alcanzar este grado de inmortalidad que la literatura brinda (y si no es inmortalidad, al menos si una importante longevidad). Busca, en definitiva, trascendencia, porque comprende -tarde o temprano todos lo hacen, sean o no escritores- que la vida es acotada, que las fuerzas tienen un límite. Es necesario dejar algo, y si es bueno, mejor.
¡Ved allí, entre las líneas de aquel libro va un escritor, huyendo con disimulo de la muerte y de la intrascendencia! Busca la vida eterna, ¡oh, pobre crédulo!, sin saber que sus propias palabras son las que acabarán con su ego.

En un relato inédito, que llamé La Imaginación de Víctor Makinen, he colocado con meticulosidad (sobre todo al final), datos y referencias que nacen de mi entorno y que, de alguna manera, buscan ser descubiertos por el lector despierto. Esta incursión en el texto es completamente consciente y tiene como finalidad, como ya dije, dejar algo de mí, algo que perdure más allá de las líneas que componen la trama. En Los Amigos del Misterio, la autobiografía es un tanto más evidente. Muchas de las situaciones, personajes y lugares mencionados en esta novela juvenil, responden a memorias de mi infancia, a tardes con mis amigos, juegos o incidentes que me obligaron a crecer y a madurar.
En otros relatos, mi presencia en ellos pasa bastante inadvertida, pero ciertamente existe. En La Muerte Interior hago confesar a un soldado mis ideas sobre el valor de la vida y del sacrificio, y sobre los posibles fundamentos del amor; en Partículas, ciertamente, hay un yo sufrido muy realista, una posibilidad mía, una de las caras del dolor; el personaje de La Era del Cambio es casi todo yo, con las exageraciones propias del género. El Destino y la Piel y Las Invasiones Concéntricas hablan de mi opinión sobre la reencarnación y  la realidad que nos toca vivir. En definitiva, puesto a reflexionar, veo que en todos mis relatos hay un reflejo de mi personalidad, mis ideas y mis anhelos y temores.

El placer de escribir, volviendo al título de esta entrada, debería justificar la propia literatura y la existencia del escritor. Escribir porque sí, por amor al arte, por placer, porque es necesario dejar escrito lo que se piensa, porque nos justifica, porque nos realiza. Colmar cajones con cuentos, anaqueles con manuscritos, con borradores. Relatos inconclusos, esbozos de ideas. Todo es necesario, todo es parte de la literatura, y de la propia vida del escritor también.
No es más importante publicar que escribir, ni ser leído más que poder serlo. El triunfo editorial no debería ser el objetivo ulterior del acto de la creación. La obra nace porque así lo exige. Brota, como la vida. El tiempo dirá si su destino es de grandeza o de humilde intrascendencia.






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