Es sabido lo difícil que resulta hoy en día publicar una novela en nuestro país, sea cual fuere su temática y, obviamente, dejando de lado la ingrata opción de la autopublicación (de la que en otra entrada hablaré). Por ello el único camino restante para los escritores noveles es presentar sus obras a concursos del género que le corresponda, con todo lo costoso y drámatico que ello conlleva: gastos de impresión, copia, encuadernación y envío por correo; y luego esperar, y no desesperar que es lo difícil, a sabiendas de que la propia obra está mezclada entre cientos de otras de gran potencial.
Las chances de resultar ganador en un concurso no son muy amplias, aún cuando nuestra obra sea genial, y eso se debe a que quienes la evalúan son seres sensibles como nosotros y poseen gustos particulares que tal vez no vayan por los mismos carriles que los propios. Además tenemos que tener en cuenta factores como la predisposición al tema tratado, el humor que el jurado posea ese día, incluso el momento del día en que es leída. Todos estos factores, decisivos en todos los casos, hacen muy reducidas las chances. Otra realidad de los concursos es que existe un grupo de Seleccionadores previos al jurado que hacen una "depuración" de las obras. ¿Por qué? Simple. Ningún ser humano puede leer 100 novelas (200 cuentos) en uno o dos meses, por lo menos pasando de las dos primeras carillas, de manera que a manos del jurado llegan una decena, como mucho, de entre las cuales surgirá el vencedor.
Visto todo esto uno puede pensar que es demasiado poco probable que un escritor novel llegue a publicar su obra a través de un concurso. A no desesperar, además del primer premio existe otro factor relevante a rescatar: La obra es leída, con algo de suerte, por algún editor, y eso ya es mucho decir. Si es buena puede ser rescatada posteriormente.
Por lo tanto, los noveles como yo, nos vemos prácticamente obligados a presentarnos a los concursos... ¡y ganarlos!
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