25 noviembre 2009
El Reflejo en NM
10 noviembre 2009
La Era del Cambio
la vida suele tomarse el trabajo de demostrar que estamos equivocados.
Nos golpea en el momento justo y nos despierta a una realidad distinta,
pero siempre más dolorosa.
Debí haber cedido antes, pero entonces no habría justicia poética en mi relato,
y al Universo o a quien sea que entreteje los hilos de la historia,
le encanta la justicia poética.
XVII HispaCon - Huesca
Premio Domingo Santos 2009
"El Hombre Revenido" - de Emilio Bueso
Finalistas
Primer finalista: "La era del cambio" de Claudio Alejandro Amodeo
Segundo finalista: "Papá versión beta" de Leonardo Montero Flores
Tercer finalista: "Crucifixio Reloaded" de Santiago Eximeno
09 septiembre 2009
¡Llegaron los libros!
Cazador - Claudio Alejandro Amodeo
Ojos de amatista mirando a través del tiempo - Jaime Munuera Bermejo (Hans Topo)
El agujero en la pared de una habitación hexagonal - Marcela Jordá Jacarilla
El hombre de las cartas - David García Ramírez
El misterio de Sharshak - Guillem Sanmartin Simó
El encuentro - José Ignacio Becerril Polo (Nachob)
Caecus.2016 - Alejandro Morellón Mariano
Narae - Claudio Alejandro Amodeo
Origen - Marc Tello
Placer de calada - David Valero Barjola
En busca del elefante blanco - Jorge Alfonso
La chica que susurraba heavy metal a los gatos - Carlos Mateos López (Bloodmoney)
Hacia la soledad (Soliloquios) - Miguel Cisneros
Bayonas - Ángel Aguirre Sánchez
Tenerife, la otra batalla de Nelson - Alejandro Muñoz Martínez -Solharis-
El fin de la libertad - Miguel Cisneros
El niño del Kremlin - Alejandro Muñoz Martínez -Solharis-
Necrofilia - Jorge Arturo Juarez Rivera
Mejor en otro lado - Francisco Javier Pérez (Navarro)
Háblame - Jorge Ávila Liceranzu
02 septiembre 2009
¡Se viene el segundo!
La fecha es fines de enero de 2010 y el nombre aún no está decidido.
Nuevamente estamos abiertos a recibir propuestas con imaginación, aunque no exageradas. Quedan descartados los nombres de pequeños aprendices de magos, de licores y cosas por el estilo (¡Hermione, por Dios, ni se les ocurra!).
Son respetables nombres de personajes de ciencia ficción como Marty, Joe, Hannah, Narae (:)), Tarl, Dan, etc.
23 agosto 2009
Un cuento que se abrió camino en silencio
Rey robot, de Claudio Amodeo
Seguimos el rastro marcado por InteliSat y arribamos al desarmadero como estaba previsto, para la medianoche del 24. La oscuridad reinaba y debimos mantener una alerta constante.
Un chillido agudo y débil, como el de una bestia malherida, nos orientó.
El monstruo estaba cerca.
Avanzamos, sigilosos, hasta alcanzar una herrumbrosa sala de máquinas. Allí dentro, las sombras nos jugaron bromas macabras, pero no desistimos. Rodeamos un gigantesco rotor dormido y hallamos a los dos androides fugitivos temblando de miedo.
Wizatron había acertado: era la noche del alumbramiento.
Intentaron ocultar al engendro, pero la falta de parte de sus cerebros electrónicos los delataba: con ellos habían realizado la fusión, habían dado vida al monstruo; a aquel que, según Wizatron, sería el rey de los androides, el nuevo Mesías, un dios encarnado que liberaría a su pueblo y subyugaría a la humanidad.
Apunté mi fusil y disparé sin vacilar.
25 julio 2009
LANDSCAPE
Twenty short trips through time -- Axxón 167, October, 2006 - Traducido por Daniel W. Koon
19 julio 2009
Trampas
Pestañea. No es nada, sólo el calor. Se pone de pie y regresa. A poca distancia de la casa escucha la radio. El pronosticador anuncia inminente tormenta. Theo gruñe. Le incomodan las tormentas. Continúa su camino al hangar e ingresa por una puerta pequeña. El cubículo está en silencio. Sólo parpadean dos luces diminutas, pequeño faros en un mar de soledad. Abre un armario y busca. Un par de guantes de aramida le vendrán bien. Se dispone a salir pero algo le llama la atención, un brillo del otro lado del grueso ventanal. Se aproxima y observa. Es un pequeño charco en el centro de la plataforma.
Su corazón se agita. Se supone que el hangar debe permanecer vacío hasta... Tal vez no sea nada, pero ¿cómo pensar en goteras con un techo con doble aislante, o en condensación con un equipo climatizador en permanente funcionamiento?
Enciende los faroles. Una luz verde asciende desde el charco y se desvanece.
—¡Dios mío, está ocurriendo!
Theo golpea el tablero y estrena la señal de Actividad. Afortunadamente, funciona, pero los de Central tardarán demasiado en llegar, y además está la tormenta acercándose. Intenta calmarse y seguir los pasos básicos: cerrar puertas, sellar ventilas, activar el campo magnético y aguardar. Él añade una plegaria al procedimiento y no puede evitar temblar. Un chispazo le arranca un grito. No lo puede creer. ¡Tantos hangares, tantos cálculos y trazados y justo a él le toca en suerte!
La aparición de la nave es inminente. Lo sabe. Recuerda las cintas de avistamientos en marcha invertida y la explicación del profesor Hoffman: "Viajan en el tiempo, hacia atrás. Por eso parece que desaceleran a cero en un instante, por eso creemos que caen a tierra cuando en realidad toman vuelo. Roswell es el mejor ejemplo. No hubo impacto, sino una aparición, un portal de otra dimensión vomitando la nave en nuestro universo, y ésta ascendió y se perdió en la distancia. Nosotros marcamos la zona con trozos de duraluminio y éstos se adhirieron al suelo como magnetizados... Su hallazgo y la prensa fue, bueno, un descuido..."
A partir de entonces los sitios de potenciales apariciones —las plataformas de despegue— se marcaron por todo el mundo, y se plantaron las trampas...
Theo guarda una pequeña confianza en sus trampas, en el campo magnético y los rayos condensados; pero principalmente en su Colt. Siente el arma y respira agitado. Sus ojos son dos platos y en ellos hay un tercero reflejándose.
Sus ojos no pestañean. Los mantiene abiertos. Abiertos.
No puede dejar de ver.
16 junio 2009
Equilibrio
—Es una historia muy larga —respondí con calma. Creí que ello lo enfurecería pero me equivoqué. Me miró apretando los párpados como si no me distinguiera bien y dejó descansar la mano con el arma sobre la rodilla alzada.
—Tenemos tiempo. No quiero matarte sin saber que estoy en lo correcto.
No sentí temor alguno a sus amenazas, había alcanzado un control de mi mente tal que ya nada me desconcertaba. Era capaz de vivir los tormentos más terribles o probar las delicias más exquisitas sin siquiera evidenciar signo alguno de desasosiego.
—No es algo que puedas comprender. No entenderías mis razones porque no has vivido lo que yo. Termina ya con esto.
—Eso lo decidiré yo.
Pensé negarme hasta el cansancio, hasta hacerle perder la paciencia y así hallar el final de un golpe certero, pero hubo algo en el ambiente, en la situación, tal vez en la elocuencia de su personalidad, que me decía que podía ser interesante dejar un testimonio del Equilibrio.
Comencé mi relato hablando con una naturalidad pasmosa, no es que quisiera impresionarlo, no lo necesitaba, se debía a esa paz interior y tranquilidad de conciencia de las que me había dotado el Equilibrio durante largos años de búsqueda y hallazgo de respuestas.
Le hablé de mi niñez como si estuviera hablando conmigo mismo, como si me estuviera escrutando en un espejo haciendo una retrospección de mi vida:
—De pequeño era como todos los demás, travieso, alborotado, temeroso; pero con el tiempo me fui distinguiendo por mis cualidades especiales. Podía leer las palabras de los labios de mis compañeros momentos antes que las pronunciaran, con lo que les imitaba a la perfección al unísono hasta hacerlos rabiar, primero, y temer, después. Me aislaban de los grupos de trabajo porque creían que podía causarles algún daño, pero yo no me ofuscaba por ello. Sabía que mi naturaleza no era similar a la suya. Había algo distinto en mí y eso prevalecería sobre sus desaires.
Asintió suavemente con su cabeza y me hizo un gesto con la mano armada para que continuara.
—Más adelante, en la adolescencia, las voces vinieron a mí para auxiliarme en la etapa más difícil de mi búsqueda personal. Ellas me calmaban con palabras de alivio y me enseñaban la verdad sobre el Equilibrio Universal. Me decían que debía entregar mi vida al Equilibrio porque había nacido para ello. Como existen personas con talentos para la música o la literatura, también existimos nosotros, los Ecuánimes, que fuimos concebidos para sostener y componer la danza eterna del orden y el caos. Nuestra tarea es crear, transformar, destruir para mantener un equilibrio asimétrico y perfecto en el orbe. Como el mundo esta plagado de acciones ruines, nuestra tarea suele pasar por benefactora, pero no siempre es así. En ocasiones debemos contrarrestar grandes muestras de caridad o austeridad desatando sobre la humanidad plagas y desastres porque amenazan con descomponer el orden.
—¿Y por eso colocaste la bomba? —su mirada estaba ausente de emociones. Me intrigaba su calma.
—La bomba es un pequeño ajuste en un mundo tan vasto. Veinte individuos son un sacrificio más que aceptable por la expiación de aquel héroe que salvó a Mariela Gómez. Así funciona. Tanto es pecado el mal que hacemos como el que evitamos. Porque no permitimos el desahogo del caos, porque queremos romper la cadena. No entendemos que no podemos pasarnos todos de un solo lado del bote porque zozobrará. Aquí debemos intervenir nosotros. Siempre dispuestos, siempre atentos a las necesidades que surgen a diario. Somos esclavos y verdugos de la humanidad. Nuestras vidas están dedicadas a cumplir nuestra misión.
Me miraba atento, casi sin pestañear. No había en su rostro atisbo de ironía o incredulidad. Su mente me era inaccesible.
—¿Y qué sucedería si dos Ecuánimes realizan la misma expiación?
Su pregunta me anonadó. No creí que comprendiera mis palabras porque la Verdad no es alcanzable por cualquier mortal. Siempre produce rechazo y negación.
—Cuando eso ocurre... —dije— siempre existe algún otro Ecuánime que ponga en orden las cosas. Es una rueda imperfecta que jamás termina de rodar y que siempre está en movimiento...
Me detuve porque comprendí que ambos estábamos recitando las mismas palabras al unísono. Me miró con una media sonrisa en su rostro. Tiró el cigarrillo consumido al piso y lo apagó con el zapato.
—Estuve a tres cuadras del edificio que tú destruiste, cazando víctimas en un refugio, segando vidas para compensar la salvación de Mariela. Como verás, yo también soy un Ecuánime. Cobré ocho vidas en el transcurso de la noche, hasta que escuché el estruendo de tu bomba. Te vi observando la escena con complacencia y me di cuenta inmediatamente de tu error.
Intenté defenderme pero no logré expresar una frase coherente. Los voces no solían fallar, pero yo tal vez hubiese cometido un error. Es una línea muy delgada y delicada entre el sueño y la vigilia en la que se expresa la voluntad de las voces.
—Ahora sólo me resta matarte —añadió él empuñando nuevamente el arma— y tal vez deba hacer unos cuatro o cinco días de ayuno para enmendar tu error.
Elevó el arma y la apuntó a mi cabeza. Vi el movimiento seguro de su dedo sobre el gatillo. Jamás alcancé a oír el estampido.
© Claudio Alejandro Amodeo
"Equilibrio" fue finalista
en el I Certamen Literario Revista Axolotl, en la categoría cuento.
27 abril 2009
El color del miedo
La dirección pertenecía a una residencia imponente ubicada al norte de la ciudad, no muy lejos, así que al día siguiente Ferrán viajó en taxi desde el propio parque. Al llegar, el señor Ostov salió a su encuentro, saludándole. El pintor estrechó la mano tendida e ingresaron a un salón frío, con paredes de mármol y techo abovedado con cristales decorados. Siguieron avanzando y penetraron en un despacho también amplio.
—Póngase cómodo—invitó Damon—. Mi empleador, el cónsul Nathan Dominiescu, llegará pronto
—Ferrán tomó asiento—. Él me dijo que le ofreciera cien mil euros por la obra —agregó sin inmutarse—. ¿Le resulta una cifra convincente?
Ferrán sintió que la garganta se le hacía un nudo. ¡Cien mil! ¡Y por apenas unas horas de trabajo! No lo podía creer.
—Sí... Es más que suficiente.
Ostov afirmó con la cabeza y acomodó unos papeles.
Transcurrieron largos minutos en silencio y al cabo, como oyendo algún sonido imperceptible, Ostov agregó—: El cónsul acaba de arribar. Venga. Lo conduciré al Salón de Pintura.
Se acercaron a un gran portal y Ostov se detuvo.
—Debo hacerle una recomendación, señor Ferrán —le dijo—. El cónsul es un hombre muy apasionado y siempre gusta de montar una pequeña escena para que el pintor se motive y cree su obra, así que no se sorprenda si ve ciertas cosas un poco... ¿Cómo decirlo? Excéntricas. Eso es. Usted limítese a observar y, cuando lo crea oportuno, libere toda su destreza artística.
Ferrán no respondió. Todo el asunto se estaba poniendo un poco espeso, pero recordó el dinero y tragó saliva.
—Tómese todo el tiempo que sea necesario, señor Ferrán —agregó—, pero por nada, y en esto tengo que ser estricto, por nada abandone su obra antes de acabarla. Recuerde que sólo presenciará una escena teatralizada.
Ferrán asintió y se aseguró mentalmente que éste sería el cuadro más expeditivo de toda su carrera.
Ostov abrió una pesada hoja de madera y le permitió ingresar, cerrándola luego tras él. Ferrán sintió que una oleada de aire frío lo envolvía. El lugar era amplio y estaba en penumbras y los plateados rayos lunares atravesaban los ventanales del fondo. Entre ellos existía otro portón y por delante dos largas cortinas blancas se mecían con las intermitentes ráfagas de viento nocturno. Parecían fantasmas, fantasmas lánguidos y furtivos, se dijo preocupado Ferrán.
Al frente notó un tenue cono de luz proyectado desde un ángulo del salón. Debajo de él preparó el atril, colocó un lienzo nuevo y preparó los óleos sobre la paleta. Estoy listo, pensó mirando con incertidumbre.
En ese instante las ráfagas agitaron las cortinas con violencia y dos jóvenes vestidas con túnicas blancas aparecieron y se detuvieron frente a los ventanales. Una morena y otra rubia, ambas con cabellos largos y lacios. Sus rostros parecían adormilados, relajados.La garganta se le secó.
Las túnicas cayeron al suelo descubriendo dos exquisitos cuerpos desnudos. Inmediatamente un trueno se escuchó en el salón, proveniente de algún dispositivo disimulado, e ingresó un imponente hombre semidesnudo. Su cabellera abundante y ondulada caía sobre sus hombros y pechos poderosos. Era sin dudas el cónsul Nathan Dominiescu y su presencia atractiva impresionó a Ferrán haciéndolo temblar.
Sus manos se dirigieron hacia la morena, repasando el cuerpo desnudo sin rozarla. La otra joven se aproximó por detrás y abrió su boca, como intentando morder la espalda del cónsul. Éste simuló sufrir y se arqueó hacia atrás, a la vez que aferraba uno de los firmes senos de la morena y sujetaba con fuerza su cabellera negra.
Ahora, se dijo Ferrán y comenzó a soltar los trazos sobre la tela. Esa escena disparaba imágenes vivas en su mente y se dejó llevar por lo que la lascivia de la situación le sugería.
Una pierna desnuda rodeó a Dominiescu a la altura de la cadera y él se inclinó para morderla. Gruesas líneas de sangre brotaron debajo sobre la piel joven y cayeron al suelo como un torrente cálido, creando un charco que pronto fue hollado por los tres cuerpos sudorosos y extasiados.
Ferrán, presa de un impulso incontenible, soltaba trazos sobre la tela con una precisión absoluta, plasmando fielmente los regueros de sangre y el entrecruzamiento de los cuerpos, como en un baile exótico. Sentía que enloquecía pero era presa de una fiebre hipnotizante, un ensueño que le impedía detenerse y juzgar la situación como real o ficticia.
El cónsul lamió con avidez el cuerpo ensangrentado y se volvió de inmediato a su primera presa con expresión de locura en el rostro. Las mandíbulas brillaron bajo la luz de la luna y se precipitaron bruscamente sobre un cuello frágil y juvenil, desgarrando a su presa como un animal hambriento. La morena se deslizó rápidamente hacia el suelo y el cónsul y la otra joven, con las mandíbulas desencajadas y los cuerpos cubiertos de sangre, se arrojaron encima para morder y desgarrar; para masticar y tragar como bestias en un paroxismo de hambre y lujuria.
La víctima profirió un quejido apagado que Ferrán comprendió horrorizado. Algo no estaba bien. Aquello superaba los ámbitos de lo ficcional. Quiso detenerse, correr hacia la puerta y buscar las llaves de la luz, pero sus músculos no reaccionaron. Sus manos estaban encantadas, eran esclavas del cuadro y no descansarían hasta acabarlo.
Se vio a sí mismo atrapado por la escena, dibujando figuras superpuestas, ensangrentadas, voraces, manchando la tela con pintura roja por todas partes hasta que no restó lugar sin cubrir, hasta que todo fue una gran mancha sangrienta que goteaba fuera del cuadro y teñía sus pantalones y zapatos...
—¿Se siente bien, señor Ferrán? —preguntó una profunda voz de barítono.
El pintor, desorientado, tardó en reconocer los rasgos agudos del cónsul Nathan Dominiescu, parado delante suyo, vestido con una camisa negra y extendiéndole una mano. Sólo entonces descubrió que estaba recostado sobre el suelo frío del salón de pintura y que todas las luces artificiales estaban encendidas, inundando con claridad tranquilizadora el sitio que momentos atrás fuera escenario de alucinatorias visiones. Ferrán aceptó la mano tendida y se reincorporó.
—Disculpe, señor Dominiescu —balbuceó—, no sé qué me ocurrió.
—El que debe pedir disculpas soy yo —dijo el cónsul—. A veces me extralimito con el realismo de la representación. Ya sabe, soy un amante del arte en todas sus expresiones, aunque debo declarar una inclinación particular por la pintura.
“Y también debo decirle que estoy sumamente complacido por su creación —agregó el cónsul señalando el atril con la pintura aún fresca.
Ferrán se adelantó sobrecogido y reconoció sus pinceladas. La escena era magnífica: Tres cuerpos desnudos y sudorosos envueltos en una danza pasional de roces sutiles, iluminados por relampagueantes haces de luz plateada mientras las cortinas fantasmales se retorcían a su alrededor. No había sangre allí, ni siquiera un atisbo de violencia en los rostros. Era una obra desconcertantemente maravillosa.
—Me halaga que le guste —dijo algo inseguro.
—No sólo me gusta, sino que lo colocaré ahora mismo en la galería. Y por supuesto, le pagaré lo convenido.
“Venga. Mi oficina está en el otro extremo de la galería y deberemos atravesarla. Ambos avanzaron con la pintura a lo largo de extensos corredores que se interconectaban, formando lo que en la cabeza de Ferrán sólo podía representarse como un interminable laberinto. La iluminación lúgubre y la constante presencia de los cuadros imperturbables, infinitos, le daban la sensación asfixiante de encontrarse atrapado.
—Éste de aquí es un Berni —exclamó el cónsul buscando admiración en los ojos del pintor—. Suelo hacer viajes a Sudamérica y me gusta obtener lo mejor de cada lugar.
Ferrán asintió en silencio, demasiado oprimido. Sus ojos apenas podían acostumbrarse a la escasa luz difusa y todos los cuadros le parecían el mismo: El cónsul y una doncella vestidos con ropas muy antiguas, tomando el té en finísimas tazas de porcelana; el cónsul y unos amigos vistiendo tiradores y sombreros de ala oscuros y al fondo una joven mesera, dejando entrever una delicada pierna desnuda. Siempre encontraba jóvenes mujeres en los cuadros; era como un amuleto o una cábala, imposible de obviar.
—Muchos de estos artistas —continuó el cónsul— vieron florecer sus carreras a partir de los trabajos que realizaron para mí.
“Modestamente me considero un descubridor de talentos. Éste de aquí es un claro ejemplo —el cuadro señalado mostraba una sucesión de objetos ligeramente geométricos, algo trastocados, dispuestos fuera de lugar buscando un propósito definido. Reconoció de inmediato la técnica—. Es de Pablo Picasso, por supuesto —aclaró el cónsul sonriente—. Ese muchacho se puede decir que descubrió el cubismo en sus venas a partir de esta obra.
—Pero eso fue hace muchos años —observó Ferrán notando de pronto que todo parecía estar fuera de lugar—. ¿Cómo es posible? Usted no parece...
—Hace muchos años —admitió con voz grave—. Es verdad.
No agregó nada más, sino que apretó el paso, como contrariado. El pintor se apresuró a seguirle y finalmente arribaron a un recodo donde las paredes aparecían desnudas.
—Su cuadro inaugurará este sector —dijo el cónsul y colgó la pintura. Luego ambos retrocedieron unos pasos y admiraron la obra bañada por la luz difusa. Encajaba a la perfección con el resto de la colección. Tenía forma y un cierto aire de movimiento.
—Puedo sentir la fuerza que emana —dijo con apasionamiento el cónsul.
—Como si tuviera vida —se vio diciendo Ferrán, absorto.
El cónsul sonrió.
—Ciertamente está vivo —dijo—. Es exactamente lo que esperaba de usted. Una gran Obra Viva. Vea esos trazos, vea ese juego de luces que aparentan movimiento.
El pintor aceptó el reto y observó con detenimiento. Los contornos se esfumaban, parecían indefinidos, las figuras cambiaban sutilmente de posición, movían las cabezas, sonreían mostrando amplias hileras de dientes agudos y babeantes. Miraban a Ferrán.
—¡Por Dios! —exclamó apartando la mirada. Luego, al retornar la vista comprendió que nada había ocurrido realmente. Las figuras continuaban allí, en su posición original.
—Increíble, ¿no? —dijo el cónsul—. Ya ve por qué pago lo que pago. Poca gente es capaz de capturar la vida en un cuadro.
Ferrán enmudeció.
Continuaron caminado y arribaron a una sala amplia.
—Le pagaré ahora —anunció el cónsul. Se alejó hacia un rincón y retornó portando un maletín—. Aquí tiene los cien mil acordados —Ferrán miró en su interior y tragó saliva—. Le invitaría a contarlos pero es muy tarde y seguramente estará deseoso de retornar a su hogar —Ferrán miró su reloj y sintió una leve preocupación. Faltaban quince minutos para la medianoche—. Pero por supuesto puede quedarse y descansar. Hay muchas habitaciones para huéspedes.
Ferrán sintió que le atenazaban la garganta y por un momento pensó que jamás saldría de esa casa. Debía irse.
—Espero no lo tome usted a mal —se disculpó torpemente—, pero preferiría regresar a mi casa... Seguramente hallaré algún taxi...
Una sombra cruzó los ojos oscuros del cónsul y su rostro pareció tensarse. No le gustó esa mirada, había algo de criminal en ella. El corazón le palpitó con fuerza y el nudo en su garganta se intensificó.
—Faltaba más —dijo finalmente Dominiescu—. Tengo coches de sobra listos para llevarle, señor Ferrán. Avisaré al señor Ostov para que le espere en el recibidor con sus herramientas y un vehículo preparado. Es lo menos que puedo hacer por usted cuando usted ha hecho tanto por mí... Un cuadro vivo, Ferrán, palpitante.
Ferrán comenzó a sudar. La voz de ultratumba era amenazante. Titubeó y dio un paso atrás, aferrando fuerte el maletín con el dinero.
—Buenas noches, entonces —agregó el cónsul con una sonrisa creciente, pero el pintor ya no estaba allí para apreciarla, sino que se alejaba a paso veloz a través de los pasillos simétricos, idénticos.
Tranquilo, se dijo, no estás huyendo, sólo caminando hacia el recibidor, tranquilo. Pero a medida que avanzaba la sensación de estar recorriendo siempre el mismo corredor se agigantaba. El laberinto se retorcía y bifurcaba infinitamente y en su cabeza los cuadros se repetían y se movían. Temió mirarlos pero a medida que transcurrían los minutos y le dominaba la desesperación comprendió que ellos eran la única salida posible. Debía guiarse por ellos.
Prestó atención a las figuras, a las ropas; siempre había una doncella sonriendo, desnudándose, gritando. ¡Dios mío! Había escenas completas representadas allí, el movimiento era real. Apresuró el paso aún más y se detuvo en seco frente a su propia pintura. ¡Estaba regresando a la oficina del cónsul! Memorizó el pasillo y, sin resistir a la tentación, ojeó su cuadro. Las imágenes danzaban realmente. El cónsul se doblaba sobre su víctima y mordía la piel suave. Gruesos torrentes de sangre se derramaban sobre el cuerpo devorado; la imagen se teñía de rojo y goteaba fuera, sobre el suelo del corredor. La vida allí encerrada palpitaba hambrienta, reclamando escapar y destruir al artista que la había capturado.
Corrió con desesperación, buscando en las pinturas escenas familiares que le orientasen, pero los cuadros cambiaban constantemente y las doncellas sonreían y se masturbaban frente a sus ojos, mostrándoles cuatro filosos colmillos dispuestos a desgarrar su carne.
¡Dios mío! ¡Estoy enloqueciendo! La mente de Ferrán era un torbellino incansable, un borrón de imágenes coloridas, un rumor de gritos y sonidos aterradores. Necesitaba aire.
Y de pronto vio las formas geométricas, vivas y latentes pero geométricas al fin. Recordó. No estaba muy lejos. Cubismo. Debía doblar a la izquierda, luego a la derecha y seguir hasta el final... Y como si todo no fuera más que una rueda imposible, se encontró otra vez frente a su pintura y cayó de rodillas, vencido.
Cerró los ojos temiendo lo peor, pero cuando los abrió su pintura no latía ni se movía, estaba quieta y no había sangre. Miró a un lado y descubrió que había arribado al recibidor y que el señor Ostov lo aguardaba, observándolo con preocupación. Ferrán se puso de pie y notó, para su desconcierto, que su pintura era la primera de la galería y no la última, que el laberinto comenzaba y acababa en el mismo lugar.
—¿Se siente bien, señor Ferrán? —preguntó Ostov acercándose.
El pintor, temblando, trató de devolverle una sonrisa.
—Su coche le espera.
Ferrán le dio las gracias. Una vez fuera se sintió mejor.
Ostov colocó sus herramientas en el baúl y le despidió con una leve inclinación de la cabeza. En su mirada creyó hallar un brillo especial, casi divertido, pero se sacudió pronto esa idea. Era sugestión, se dijo, todo fue una gran ilusión inducida por la mirada profunda del cónsul. Sólo eso.
El coche se alejó y el viento fresco aclaró su mente. Se sentía bien ahora.
—Hemos llegado —anunció el cochero y se volvió—. El cónsul me pidió que le dijera que, cuando usted lo crea conveniente, puede regresar a su residencia, que le agradaría poseer más obras de su autoría. No tiene más que llamar y yo le pasaría a buscar de inmediato.
Ferrán saludó y se apeó del vehículo.
—Dígale que le agradezco su oferta. Y que lo tendré siempre presente.
Se alejó hacia su casa repitiéndose mentalmente la respuesta. La tendría siempre presente. Por siempre.
14 abril 2009
¿Escritor profesional? Nah... ¿Sí? ¡Sí! ¡En serio!
a_ Cuando la afición se convierte en profesión y, por lo tanto, en trabajo.
Toco madera.
b_ Cuando uno recibe pago en monetario por un relato publicado.
Sólo ha ocurrido con mi cuento Crónica de la masacre, publicado en la antología Desde el taller.
Y por último:
Pero, más allá de este pequeño comentario, lo dicho. ¡Me han pirateado! Y mi relato está ubicado entre autores como Aldiss y Poul Anderson...